ASOCIACIÓN ANTIGUOS ALUMNOS REDENTORISTAS Y CORO SAN ALFONSO
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                                                    RECORDANDO 

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                       LX ANIVERSARIO DEL CURSILLO de selección  1960-61

                                                                                                                                              Al final foto de segundo con los nombres

                                                     EL CURSILLO (1960)

                                         Por Juan Manuel Rodríguez Cabrero

 

   El día ha amanecido azul y tibio, compatible con esta fecha de casi mediada primavera; 30 de abril de 1960. Probablemente ha despertado el niño antes de lo habitual, si es que ha podido dormir tan profundamente como suele. Y es que el día promete inusuales emociones. No las ofrece en especial la mañana, pues, como todos los sábados, hay que ir a la escuela. En cambio, la tarde se perfila adobada de nerviosa expectación.

   Hace algunos meses había llevado la madre un programa de preparación para ingreso en un colegio regentado por unos misioneros de nombre hasta entonces desconocido por la familia. Se sabía que el hijo del carpintero que vivía enfrente de los abuelos estudiaba con aquellos frailes en Santafé (¿nombre de la institución religiosa, o simple topónimo perteneciente a la provincia de Granada?). Pues bien, aquel programa de preparación académica, con formato de catecismo sin otro color que el negro incluso en su portada, había pasado por las manos del niño. Sesenta años después recordaba aún cómo una noche, metido ya en la cama de su dormitorio, sintió una punzada en el estómago mientras lo hojeaba antes de apagar la luz. Y aquel día 30 de abril había llegado en un abrir y cerrar de ojos.

   Seguramente, como todos los sábados de entonces, el niño había asistido a la sesión  de tarde de la escuela. Uno o dos cursos antes su maestro dibujaba en la pizarra con cilíndricas tizas de colores la escena central del evangelio del domingo, ilustrando el texto que previamente había escrito con blanca grafía impecable sobre fondo verde oscuro o negro.

   Eran como las cinco de la tarde cuando el niño, junto con sus dos primos, uno de su misma edad y otro un año mayor, volvían a sentarse en el aula vacía de la vieja escuela de La Calzada, a la izquierda del fondo del patio de recreo. Un hombre alto ensotanado como un cura corriente (si era misionero, ¿cómo es que no llevaba barbas?), el P. Lorenzo Varona, había entrado con los aspirantes.

   - Copiad este dictado.

   No parecía más difícil que aquellos que hacían casi a diario con su maestro. “Yo he tenido cero faltas; ¿y tú? –solían preguntarse unos a otros los condiscípulos mientras revisaban las correcciones en rojo de sus cuadernos.

   -Niños, haced ahora estos quebrados –prueba de Matemáticas, bastante más temida.

   El cura misionero se sienta a horcajadas en su Vespa aparcada en la acera de la escuela y se ajusta el casco de motorista.

   - En unos días sabrán por correo si los niños han sido seleccionados para hacer el cursillo en Santafé –dice despidiéndose de los padres.

   La moto arranca con estruendo y se pierde en lo alto de La Calzada tras girar a la derecha, de regreso a Santafé. Hacia allá se encamina el niño con sus padres, pues en la misma carretera, pero en sentido contrario, les aguarda el camión entoldado repleto de romeros que se aprietan en doble hilera de sillas alineadas a ambos flancos del cajón del vehículo. ¿Han reservado alguna para el niño, o tendrá que viajar hasta el santuario de la Virgen de la Cabeza sentado alternativamente sobre las piernas del padre y de la madre?

   El camión, que no ha cesado de roncar desde que el trío familiar llegó a sus inmediaciones, arranca pesadamente sin dejar de expeler su mareante olor a gasolina. Comienza un traqueteo torturador a lo largo de los ochenta y tantos kilómetros de viaje por una carretera empedrada y sembrada de baches.

                                                                                                           JUAN MANUEL RODRIGUEZ CABRERO

       SOMBRÍA TARDE DE MAYO

                           Por Juan Manuel Rodríguez Cabrero

 

               Cinco de mayo de 1960. El niño de diez años despierta con sensación de madrugada extrema. Su madre acaba de entrar en la alcoba.

- Vamos, hijo, que te tienes que tomar la pastilla una hora antes de echar a andar.

Se refiere la madre a la Biodramina, el fármaco recomendado contra el mareo del viaje en coche.

El niño desayuna leche de cabra con Cola Cao y moja magdalenas en su tazón. Las hizo ayer la madre en el horno de la tahona vecina. De ellas le ha preparado en una caja de calzado un paquete para sus desayunos en el colegio. Pero ahora, con el estómago aún estragado por los humores nauseosos de la madrugada, el niño va mojando algunas perezosamente en el tazón.

El niño y sus padres suben a la plaza del pueblo, donde, junto a la fuente, les espera el coche de “Montefrío”. Viajan también sus dos amigos, también admitidos para el cursillo de prueba. Sus respectivos padres viajan también, quién sabe si más ilusionados que los propios niños por el señuelo de conocer la ciudad de Granada. Pero una sombra de inquietud o de tristeza preside esta soleada mañana primaveral. ¿Viajan los nueve en un único coche, uno de esos largos vehículos de la época pensados para albergar a seis o siete adultos? Suelen disponer, además de los asientos habituales, de dos o tres banquitos de madera adaptados para niños.

Aún no calienta apenas el sol y el chapoteo de los dos caños de la fuente al verter en sus senos añade frescor de escalofrío a la mañana. Un penetrante olor nauseabundo a gasolina anticipa la angustia del viaje. En uno de los coches viaja Rogelio.

Es un hombre de unos cincuenta años, pero al niño se le figura que es mucho mayor que sus padres, próximos a cumplir los cuarenta. Rogelio usa siempre sombrero de fieltro; en esta ocasión luce uno reservado para los días especiales como éste en que viaja a Granada para visitar a sus dos hijos adolescentes, estudiantes de bachillerato en el prestigioso colegio del Sacromonte.

- Ya veréis aquellos frailes, con unas barbas que se las atan con el cinto –dice Rogelio todo serio a los niños.

El coche entra en el pueblo vecino, se interna por los aledaños y baja en cuesta pronunciada hasta la carretera nacional de Jaén. Al fondo, la depresión del Guadalquivir y, coronándola, las azules montañas de Sierra Mágina. Para el niño, un panorama totalmente desconocido, pues ni siquiera reconoce en la mole serrana los montes que siempre ha visto recortarse, lejanos, en lo alto del horizonte desde las eras de Lupión.

Es ya media mañana y hace rato que la carretera se ha metamorfoseado en una espantosa serpiente negra de anillos interminables. El niño ya ha vomitado por una ventanilla del vehículo su desayuno de leche de cabra con Cola Cao y magdalenas. Es hora de una tregua a la inmovilidad y al mareo, y los viajeros ponen pie en tierra buscando la cafetería que hay a pocos metros de la carretera. ¿Pidieron para el niño una manzanilla que le asentase el estómago, o aquel café con leche enormemente amargo que aún recuerda de uno de sus primeros viajes a Santafé?

 Los viajeros avistan ya Granada. La pesadilla del asfalto toca a su fin. Ya abandonan el coche junto al Darro, un arroyo de desmesurado cauce por donde pulula una colonia de gatos que se disputan desperdicios de sardinas y boquerones. En el recuesto de la margen opuesta del riachuelo yergue sus torres y muros la bermeja Alhambra.

Unos primos de los tíos del niño viven no lejos de donde está aparcado el coche de los viajeros. Tienen su casa en lo alto de la empinada Cuesta del Chapín, que contemplan desde abajo con ojos fatigados.

El niño no cesa de descubrir cosas extrañas. La gente habla de otra manera, con acento raro, caprichoso. Tampoco conocía hasta esta mañana que hubiera nombres de persona como los de Salvador o Piedad. El niño, que ha vivido esta jornada de asombro en asombro, la cerrará confuso y entristecido. Por la tarde, cuando ya el sol palidece en el horizonte de la vega granadina, los tres cursillistas esperan con sus padres a que el timbre que acaban de pulsar entre titubeos les franquee la puerta de madera marrón claro que se yergue, misteriosa, al final de la escalera de oscuros peldaños bruñidos.

- Ave María Purísima –dice el hermano lego de negra sotana que atiende a la portería.

Sin pecado concebida –responde tímidamente el disperso coro de los recién llegados.

En el vestíbulo hay un armario de madera con puerta de cristales en el que cuelgan rosarios y reposan sobre pequeños anaqueles también de cristal estampas, devocionarios, rosarios y medallas de plata y de alpaca. Las madres compran diversas medallas y algunos rosarios. El niño se queda con uno de cuentas marrones para los rezos que se avecinan.

El grupo se adentra indeciso por el corredor al que da la puerta de la sala de espera. Al fondo del espejeante pasillo otra puerta se abre a una terraza con escalones de fino ladrillo que descienden a los patios y campos de deportes.

- Mira, mama, ¡pues no parecen mecánicos!

La madre sonríe, melancólica. El niño se refiere al color azul grisáceo de los guardapolvos o batas de los jovenistas, (denominación de la casa para designar a sus seminaristas) que juegan en el campo de fútbol. Un Padre Socio (uno de los religiosos sacerdotes al cargo de ellos) acompaña a los recién llegados y les muestra los patios y la enorme extensión de la huerta, con árboles frutales diversos, en la que penetra un interminable vial limitado a ambos costados por sendas hileras de parras entretejidas con el apoyo de alambres y arcos de hierro distribuidos de forma regular y profusa. El niño queda prendado de los magníficos rosales de los jardines umbríos cargados de carnosas rosas blancas, amarilla, rojas… Es el mes de las flores.

Los estertores de la cálida tarde primaveral hacen más triste el momento de la despedida, duro trance que se palpaba en el ambiente.

- Por favor, los familiares de los cursillistas pueden ir despidiéndose de ellos –suena amenazante una voz metálica a través de los altavoces del campo de fútbol de los menores.

- Bueno, hijos, portaos bien y estudiad. Que no tengan que dar ninguna queja de vosotros –se dirige a los tres niños uno de los padres-.  Nosotros nos vamos ya, que se va haciendo tarde y el viaje es largo.

El niño besa a su madre despidiéndose de ella por primera vez en su vida. Nota como si sus besos fuesen ahora menos apasionados de lo que suelen; tal vez la madre pretenda con ello restar dramatismo a la ceremonia.

Un rato después los padres viajan ya de regreso a casa sin el niño, que oye cantar, arrodillado en un banco de la capilla con sus nuevos compañeros “Veniid y vaamos tooodos con floores aa porfía…” Pero él no canta porque la canción mariana presenta variaciones melódicas respecto a la versión que le enseñaron en la escuela del pueblo. Pero, sobre todo, no canta porque las lágrimas se le deslizan por las mejillas.

                                                                                                   JUAN MANUEL RODRÍGUEZ CABRERO

 

 

    2. EL PRECURSOR
     (Fernando López Pérez, 1943-2018, In memoriam)

                                     
Una noche de febrero de 2019 volvía de darle a mi perro el último paseo del día. Me encontraba en Lupión. Enfrente de la casa que fue domicilio de Fernandico y Mariana me encuentro con Jordi (“si me llamas Jorge, es igual” -me había dicho un par de años antes al presentarnos). Empezamos a hablar, e inmediatamente salió de su boca esta noticia tan aciaga como inesperada: 


        • De mi tío Fernando, “el cura” (tenía otro tío del mismo nombre), tengo que decirte que falleció

            a mitad de enero; fue un cáncer de efecto muy rápido.

 

Jordi o Jorge es un catalán que rondará los 35 años, a quien la búsqueda de tranquilidad lejos de la gran urbe de Barcelona, quizá apresurada por el sesgo político de los últimos tiempos en Cataluña, más una pizca de romanticismo lo han traído al pueblo de sus tatarabuelos para instalarse en la vivienda que les perteneció. Mientras hablamos, la memoria me retrotrae a 60 años atrás. El en esa fecha casi septuagenario retrocede vertiginosamente en el tiempo hasta convertirse en niño de unos ocho años. Cada pocos días entraba a la misma casa que habita hoy Jordi y su familia catalana. Los tatarabuelos del joven, ya entonces octogenarios provectos, viven, en parte, de la venta de chocolate y ataúdes 

 

      • Mariana, que dice mi mama que me dé usted media libra de chocolate “Virgen de la Cabeza”, que ya se

          lo pagará.

 

El niño recoge la tableta de chocolate, que es a menudo su merienda. De vuelta a casa, apresura el paso, impaciente por desplegar el envoltorio de la tableta y descubrir si el cromo que alberga en su interior le permite cubrir otro cuadro del álbum de la plantilla del Real Jaén, ahora en primera división.


En la misma habitación donde se halla la cómoda de donde extrae Mariana el dulce chocolate hay siempre al menos un ataúd, a modo de amargo recordatorio del lado siniestro de la vida. Y es que el anciano desempeñó, mientras se lo permitieron las fuerzas, el sugerente oficio de carpintero. El mismo que ha enseñado a su yerno Gaspar, quien ahora saca adelante con gran esfuerzo a una familia en la que han nacido cuatro hijos; a Paco, el mayor de los dos varones, lo ve el niño trabajar con el padre en la carpintería de la planta baja de la casa, frente a la de sus abuelos, adonde baja con frecuencia. Al otro, Fernando, lo tienen estudiando con unos frailes en una localidad próxima a Granada. Dicen que va para cura, aunque ciertamente es un seminarista atípico, pues no usa sotana en las pocas semanas que pasa en el pueblo cada verano por vacaciones. Lo cierto es que no se relaciona con otros seminaristas diocesanos del pueblo, uno de los cuales se rodea, en las largas vacaciones estivales y en las de Navidad, de un grupo de chavales de no más de diez años, entre los cuales figura el niño. Nunca sospechó este ni otros dos de sus amigos parientes integrantes de ese grupo que, a través de Fernando, cambiarían sus vidas radicalmente en muy breve tiempo.


En efecto, fue muy probablemente la vecindad de la carpintería con la casa de los abuelos del niño y, más probablemente aún, con la casa del mayor de los tres primos, lo que propició el contacto de los padres de estos con los misioneros redentoristas de Santafé para tramitar el ingreso de los pequeños en el seminario granadino. El proceso fue rápido; en cosa de unas semanas y, tras recibir cada una de las tres familias el programa de conocimientos académicos al que debían responder en un examen, se formalizó el ingreso de los tres niños, una vez superada la prueba de admisión.


Estamos en el día D. Los niños acaban de entrar, con varios de sus progenitores, en el “Seminario Menor de Misioneros Redentoristas” de Santafé (Granada). Nada más ser recibidos en recepción por el Hno. Laureano, se presenta Fernando a dar la bienvenida a sus paisanos; desde este momento ejercerá como custodio de plena confianza para los niños. Saben que por su nombre de pila no lo reconocerá la mayoría, por lo que usarán sus apellidos, López Pérez, para referirse a él. También asumen con cierta extrañeza la costumbre de dejar de oír el propio nombre de pila durante los veintitrés días que durará el cursillo.


Una vez subidas las maletas al “dormitorio de los pequeños”, y asignados cama y armario a cada uno de los tres cursillistas, Fernando acompaña a sus familias, seguramente en presencia del P.Director, Lorenzo Varona, que los examinó en el pueblo, o de algún P. Socio, para mostrarles los patios, las aulas, la capilla, el comedor (sobre la puerta hay un letrero donde se lee “Refectorio”) y otras dependencias del centro.

 

       • Fernando, puedes salir con tus paisanos a dar un paseo por Santafé   -dijo el sacerdote, una vez

          finalizada la visita a las instalaciones del seminario.

 

Toca ahora otra visita no mucho menos importante: la de la confitería donde se elaboran unos dulces exquisitos llamados “piononos”.


Aquella tarde se enfilaba hacia el ocaso, y por lo tanto la despedida era inminente, ya que los padres debían recorrer casi 150 kms. en el taxi que los había traído desde el pueblo. Mientras Fernando estuvo a la vista, aunque los viajeros estaban ya en la carretera de vuelta a casa, todo parecía en orden para los tres niños. Otra cosa muy distinta fue cuando, cruzado el umbral del locutorio (así de raro llamaban allí a la sala de visitas), Fernando debía unirse al grupo de 5º de bachillerato y los tres recién llegados tuvieron que hacer lo propio con la multitud de los que serían compañeros de cursillo y tal vez de aula. Sin padres y sin Fernando, la diáfana tarde de mayo se había oscurecido en cuestión de minutos.


Porque, entre otras cosas, López Pérez se convirtió en paño de lágrímas de los dos llorones del trío, que, como luego referiría a sus padres el mediano en edad, Ignacio Cabrero Parra (D.E.P.) “se pasaban el recreo llorando debajo de un árbol, y yo me iba a jugar”.


   • Nosotros -incluía a los jovenistas de su curso-, aunque llevamos ya aquí cinco años, también nos         

      acordamos mucho de nuestros padres y hermanos; pero seguimos aquí porque queremos ser

      redentoristas” -de este modo pretendía el bueno de Fernando enjugar nuestras lágrimas.


López Pérez atesoraba para el trío infantil una virtud capital en aquella situación: la de abrir puertas de acogida entre sus adolescentes condiscípulos, especialmente mediante el fútbol. Habían transcurrido poco más de dos años desde que el niño presenciase el naufragio del laureado F.C. Barcelona en el Estadio de la Victoria ante el modesto Real Jaén. Aún no daba crédito a sus ojos por la imagen que conservaba indeleble en su retina de aquella tarde de finales de enero de 1958, cuando el interior izquierdo local Adalberto clavaba el balón en la escuadra de la portería azulgrana, ante la estirada estéril del imbatible Ramallets, “El gato con alas”. Pues bien, esa omnipotencia entre los tres palos de a que había sido despojado el guardameta catalán en la capital del Santo Reino la encarnaba ahora Morillas, portero de 5º, protegido por la coraza de un defensa central como Roque (otro jiennense), y, por qué no decirlo, también por López Pérez, lateral derecho. En un partido contra 6º, que los tres niños seguían embelesados en una de las bandas del “campo de los pequeños” (¿no existía aún el “campo de los mayores”? ¿O quizá se enfrentaban a la selección de 4, defendida su puerta por José Collado, que casualmente le habían asignado como “ángel”, y que con los años dedicaría su vida como misionero, seguro que con barbas, a la misión de Matadi, en Níger?). 


De pronto, “¡penalti!”; a favor del equipo de 5.


    • ¡Que lo tire Fernando, que lo tire Fernando! -el grito al unísono del trío infantil se impone a la algazara

        general levantada por la expectación ante el lanzamiento de la pena máxima.


López Pérez es un sobrio defensa al que no se le suponen exquisiteces técnicas como para asegurar que el balón acabe en la red. Porque la petición de los tres cursillistas lupionenses ha surtido efecto y su paisano, con sonrisa complaciente, asume la responsabilidad de transformar el penalti.


    • ¡Goool! -estalla la afición; ha sido un chut imparable, pegado a la cepa del poste izquierdo, envidiable

        para cualquier “killer” (permítasenos el anacronismo) del área.


Los paseos a la chopera del Genil por la carretera donde se encuentra el polvorín militar custodiado por soldados de reemplazo (también, ¡ay!, por donde regresarán los niños en unas semanas camino del pueblo) forman parte importante de la dinámica del cursillo. Al menos dos días por semana, una abigarrada formación infantil y adolescente se dirige, alegre, bajo el sol festivo de primavera avanzada, a respirar el aire puro que perfuman las hierbas silvestres. Al niño le encanta ese aroma a limón que exhala una de ellas. A ese recuerdo asocia otro en el que se ve a sí mismo emulando al “Pequeño Ruiseñor”, por entonces en la cima de la música popular. Eran tiempos en que la jornada escolar se iniciaba o se terminaba cantando todos de pie “Cara al sol”, “Prietas las filas” o “Montañas nevadas”. El maestro que habían tenido los tres niños en el pueblo hasta hacía una o dos semanas, dotado como estaba de apreciable oído musical, había enseñado a sus alumnos la también patriótica “Banderita”. También le vino de perlas al niño esta canción para cubrirse de gloria y laurel una de aquellas tardes de paseo, pues todavía se le figura a veces estar viendo a un grupo de compañeros de curso de Fernando aclamar con entusiasmo al imprevisto cantor, apenas terminados sus últimos gorgoritos.


También sería testigo otra tarde aquella carretera al Genil del relato de la reciente ascensión al Veleta de la que algunos compañeros de Fernando (probablemente también él mismo) fueron protagonistas. Aquel niño de diez años hoy septuagenario está viendo en este momento a Romero Guerrero rememorar, mientras el grupo camina a paso ligero, aquella gesta que culminó con la plasmación, en la cumbre de la sierra, del icono de la Virgen del Perpetuo Socorro con los materiales de construcción que ellos mismos habían cargado en sus mochilas. Completando la imagen del recuerdo, queda también enmarcado en ella el rostro sonriente del P. Ángel Plaza, espíritu juvenil apenas treintañero y también partícipe de aquella ascensión. No sospechaba que él mismo, transcurrido un quinquenio, alcanzaría con sus compañeros de 4º la misma cima, tras penosa escalada una luminosa mañana de abril, con la nieve deslumbrando sus ojos desprotegidos.


Desde aquellos días de mayo de 1960 no tuvo el niño probablemente ocasión de coincidir con Fernando hasta pasados quince o veinte años. Fue una noche de verano, sentados los dos en la puerta de la vivienda de Lupión que había pertenecido a sus abuelos y seguía siendo habitada por dos hermanas de su madre, ambas solteras. Había bajado a visitarlas desde Barcelona, adonde se había trasladado el carpintero Gaspar con toda la familia.


     • Estudié en Laguna de Duero (Valladolid) hasta 2º de Filosofía y lo dejé ahí. Era diciembre de 1964. Me

       reuní con mis padres y hermanos en Barcelona. Allí me puse a trabajar en una empresa y allí me casé. 

       Pero yo me sigo sintiendo redentorista -concluyó con la rotundidad de una convicción inapelable.

 

La última vez que nos cruzamos fue también en el pueblo, a comienzos de agosto de 1987, en vísperas de las fiestas patronales. Era media mañana y estuvimos charlando un rato. Al despedirnos me alargó la tarjeta de la empresa en la que trabajaba y quedé en llamarlo. Pasó el tiempo, que a veces pone en sordina voces que fueron importantes para nosotros. Y si al tiempo se le añade la considerable distancia que nos separaba, se explica (o quizá, se perdona, para ser más exacto) que aquel niño prescindiese de lo que habría sido seguramente una relación humana valiosísima.


Nunca es tarde para hacer justicia. En nuestro caso, reconociendo a Fernando López Pérez haber sido pionero al abrir el camino que llevaría a muchos niños de Lupión y algunas localidades cercanas a buscar en Santafé un futuro mejor para sus vidas. Que luego ninguno de ellos, ni siquiera “el precursor”, llegase al sacerdocio, parece accidental; y hasta casi fatalista, si se me permite acabar con una nota de humor este intento de homenaje póstumo. Y es que hacía tiempo que se había asentado en el pueblo un refrán, repetido como sentencia infalible con cada defección de un seminarista: “Esta agua no da para curas”; en referencia al agua de sus dos fuentes, fresquísima en verano y piadosa con las anginas en los meses fríos, aunque calificada como “basta”  por los lugareños.
                                                                                                                       JUAN MANUEL RODRÍGUEZ CABRERO
                                                                                                                                                       15 de mayo de 2020

 

                                                                FOTO PROMOCIÓN XI.                                                                                                                                                                                                                                                                  SI PULSAS en la foto AGRANDARÁ

Primera fila (sentados de izda. a dcha.):      M. Guerrero Sánchez,   J. A. Pulido García,    V. Baena Sánchez, J. Márquez Romero,          L. Martín Ruiz,      R. Fernández Marín ,            I. Cabrero Parra.

Segunda fila (sentados de izda. a dcha.):      F. Leyva Navarro,    J. M. Rodríguez López,       J. L. Bustos Castillo, J. Rodríguez Cabrero,      F. Varela García,      A. Ortigosa Luque,            J. Berbel Serrano y   C. Ruiz Manzanero. Tercera fila: M. Fernández Doménech,            A. Jiménez N,      J. M. Moreno Olmos,              A. Garrido Torres,    A. Pérez García,                F. Valdivia Fernández,     A. M. García Espinosa,      F. Estévez Fuertes.

Cuarta fila: J. Posadas Pérez.     A. Martín C.,    M. Castilla Molina,       F. de Cara Sánchez,     F. Izquierdo Arrebola,      J. A. del Río Garví,   S. Diéguez Villegas    B. Martín García.

 

 

En  Santafe.

En una fiesta del padre Paz.
Promoc 60

 

 

Entre otros,

Nico Estevez,     Melguizo,     Victor Puerta, 

Paco Escudero,   Romero,     Muñoz Torres, Villarejo,               Salinas,     Calderon, Murcia,                  Villarejo  , Santaella, Viana , Prados,                  Vicente Murcia,

                ..entre otros...

 

 

 

El ESCORIAL ( se ve al fondo ).

 

 

SAMUEL es el de la izqda.

Rodriguez Lopez ,

José A. del Río

Calderon.

 

Año 65 .

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